Olimpia y la unidad periférica de Élide

Desde las Panateneas o los Juegos Nemeos de la Grecia micénica que pereciera en el colapso de la Edad de Bronce, internándose en la Edad Oscura que engendró por cohabitación (sinecismo, συνοικισμóς) las póleis, antecedente al período arcaico caracterizado por la fluctuación de la organización económica centralizada y la introducción del trabajo extensivo del hierro, a los Juegos Olímpicos (Ὀλυμπιακοὶ Ἀɣώνες) al pie del monte Cronio que convocaban a atletas de la Grecia continental y las colonias diseminadas por la costa mediterránea, la Olimpiada suscitó un sentimiento de pertenencia a una estructura sociopolítica superior a la propia polis (πόλις). 

Olimpia irradiaba una fuerza aglutinante de creciente efecto panhelénico que paralizaba la vida pública, favoreciendo el acercamiento de los estados griegos, fomentando la φιλíα, la amistad entre ciudadanos de pueblos muy diversos, propiciando la cristalización de una idea decisiva: la necesidad de hábitos de desarrollo armónico de alma y cuerpo. La tregua sagrada (Ἐκεχερία) se repetía normalmente cada cuatro años, y el espíritu de competencia y participación desplegado en los sucesivos agones (atléticos, luctatorios, hípicos, …) contribuyó a democratizar una sociedad tradicionalmente aristocrática.

Olimpia favorecía la necesidad de hábitos de desarrollo armónico de alma y cuerpo.

El éxito en las Olimpiadas actuales es reflejo, en buena medida, de la prominencia económica y política de un país, pues trasluce el criterio que guía la gestión de inversiones en un área concreta, el deporte, a través de cuya sombra se insinúan otras que articulan genéricamente la cultura.

China y USA dominan la escena, en un pulso que va decantándose cada vez más acusadamente del lado de la primera. Pero cabe una reflexión secundaria: observemos la posición de Francia o Gran Bretaña, países sin la milésima parte de población que China o USA, con una ínfima fracción de recursos en relación a ellas, pero con una destacada relevancia en el censo de medallas. A no mucha distancia, Alemania, claro está. Y aún Italia.

Los meritorios logros de los deportistas españoles, que lo son más por las condiciones precarias en que medran, se hunden en una posición discreta, fatídica delación de la insuficiencia de recursos destinados a su preparación y la negligente atención que les prodiga un país postrado por irresueltas discordias históricas, atrapado en internas escisiones, lacerado por una herida íntima, cuya planificación económica incide más en las desgarradoras diferencias que lo lastran que en todo lo que debiera unirle: lo más opuesto al espíritu que animara a la antigua ceremonia pagana suspendida tras el Edicto de Tesalónica.  

Un país aquejado de un crónico trastorno disociativo que no permitirá jamás prosperar a una identidad no minada por tensiones intestinas abocadas a la fractura. No se escatiman recursos que enfatizan un genético cainismo: ingentes sumas (muchas de ellas, gravosos subsidios externos que habremos de afrontar todos) derrochadas en pugnas federalistas que anuncian conflictos internos de identidad generando agravios comparativos difuminados por el oscuro velo de la asimetría, invocada por algunos viscosos terapeutas como clave paliativa para encubrir perjuicios severos.

La asimetría es una solución discriminatoria amparada en lesivas ideologías (toda ideología es nociva por su intrínseca vocación invasiva y la subrepticia carga dogmática que entraña a menudo) que atentan contra la moderna matriz de la soberanía nacional, perfecta para el hijo pródigo, el gran beneficiario, egoísta, insolidario, histérica criatura que grita y grita sin cesar, patalea, golpea la mesa, amenazando, desafiando, extorsionando, hasta conseguir su desmesurada porción de pastel, mientras el hijo bastardo se resigna … Y aquí, al sur de casi todo, en el subsuelo, envueltos, eso sí, en sed y luz, habitamos los hijos bastardos, aguardando el improbable milagro de la lucidez, el sensus communis -dirían los medievales- que aplaste a los necios conjurados …

España… un país aquejado de un crónico trastorno disociativo que no permitirá jamás prosperar a una identidad no minada por tensiones intestinas abocadas a la fractura

Un país más preocupado en que las generaciones emergentes dominen el inglés, la gran conquista cultural en escuelas y cementerios (la imposición en la escena internacional de una lengua unificadora sin reciprocidad por parte de quienes nacieron a su materno amparo en relación a otras culturas e idiomas, una misma disposición o apertura a la impregnación de elementos externos y recepción – influjo de costumbres foráneas, revela una inequívoca actitud colonialista, tramposamente globalista, pues hace valer una preeminencia de dudosa fundamentación, más allá de la hegemonía mercantil y un sentido de oportunismo histórico sustentado en la completa ausencia de complejos respecto al pasado, una aséptica -peor, enaltecida- conciencia de sí misma y su protagonismo secular), más ocupado en esa rendición que en ir recuperando y reforzando una nítida identidad cultural, el vigor de un castellano cada vez más debilitado, de no ser por el auxilio centro y sudamericano, una densa tradición imbuida de mestizajes, enriquecida por la confluencia y el encuentro….

De esos lodos, esa errónea dirección de fuerzas e intereses, en parte, esa posición en el «escaparate» olímpico, reflejo de muchas cosas. La esencial: una patológica inercia suicida de la que el 98 previno con amarga indulgencia en sus ruedos ibéricos y sus países invertebrados.

VICENTE LLAMAS ROIG es profesor de Filosofía Moderna en la Pontificia Universidad Antonianum (Murcia). Autor de «El lógos bifacial. Las sendas de Eros y Thánatos» (Sindéresis, 2015) y otros libros, ha colaborado como articulista en el diario La Opinión de Murcia.

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