La carne, el cuerpo y el éxtasis de Santa Teresa

Cada vez que le recomiendo a alguien que practique la castidad hasta el matrimonio, suelen ser tres las preguntas que me hacen a colación de ello:

1. Es que has dejado de tener impulsos sexuales?

2. Es que no te gusta el sexo?

3. Es que crees que el sexo es malo?

La respuesta a las tres preguntas es un radical y estruendoso: no. Pero todo esto se entiende mejor si hablamos desde Santa Teresa.

Es frecuente que cuando en una conversación con profanos sale la cuestión del éxtasis de Santa Teresa, rápidamente alguien comente la relación entre la mística y el sexo. No en vano, mi primera toma de contacto con esta cuestión teológica fue hace una década de la mano de Philippe Sollers.

Es complicado explicar la relación entre el cuerpo y la mística, es complicado hablar sobre teología del cuerpo, y que el interlocutor no termine yendo por derroteros mundanos. Y es perfectamente comprensible por qué: la carne es uno de los tres enemigos del alma. De modo que para mucha gente, entre los que yo me incluía hasta hace tres años, algo como un éxtasis necesariamente va ligado a una vivencia de la carne.

No sé cómo será un éxtasis místico, ojalá lo sepa algún día. Pero sí sé que la experiencia de Santa Teresa me enseñó que luchar contra la carne no significa negarla, sino sublimarla.

Para mucha gente, entre los que yo me incluía hasta hace tres años, algo como un éxtasis necesariamente va ligado a una vivencia de la carne.

El sadomasoquismo otorga placeres que no están meramente vinculados a la carne, sino que se recrean en ella haciendo que la sed de corporeidad sea parte de la dinámica. Por eso, cuando alguien ha estado ahí dentro, hacer que la persona practique la castidad a través de la represión de sus apetencias suele salir muy mal por dos razones:

La primera es que no va a practicar la castidad con el fin de liberarse de ciertas cadenas de la corporeidad a las que la promiscuidad nos ata, sino que lo va a hacer con una base de sufrimiento moralista basado en el odio a uno mismo y no en el amor a Dios.

La segunda es que, precisamente por haber estado previamente en el mundo del sado, es probable que esta persona dé un giro a la práctica de la castidad y en lugar de practicarla, valga la redundancia, castamente, comience a practicarla dándole un cariz sexual – ya que la castidad es una práctica extendida en el mundo del sado -.

Estas dos razones las extraigo de mi propia experiencia en el proceso de castidad, pues obviamente me fue extraordinariamente difícil dar ese paso y tardé en tomar esa decisión, y también el proceso es muy complicado porque requiere una transformación de tu propia corporeidad. La carne no es lo mismo que el cuerpo.

Esta transformación corporal no viene porque uno la desee o la busque, sino que es una sorpresa inesperada y doy por hecho que es una experiencia distinta en cada persona, pero lo que sí tiene, a mi ver, un carácter universalista es que el núcleo de por qué practicar la castidad ha de ser, necesariamente, la convicción y el sentimiento de que eso es lo que uno ha de hacer. Es decir, no basta con pensar que puede ser una buena idea, ni tampoco es un motor adecuado el rechazo moral al sado. Como todo lo que tiene carácter teologal, ha de partir del amor a Dios y después trasladarlo al amor a uno mismo evitando en todo momento el juicio al prójimo que no ha tomado la misma decisión que nosotros.

Todo lo relativo al ámbito de lo erótico está rodeado de procesos internos de extrema complejidad, interioridad y hemos de tener muy presente que sólo Dios nos comprende en estas dinámicas. Nosotros hasta que no pasa el tiempo y podemos mirar atrás poniendo en orden nuestra cronología de sensaciones e internalidades, no comprendemos nada sobre nuestro propio cuerpo. De modo que, en mi opinión, se ha de invitar a la castidad y ha de explicarse desde un ángulo teológico, no moralista.

Dios puso a la razón como una espada de la fe y señaló al juzgador moral como el enemigo. Por lo tanto, tal y como recomienda Kempis, imitemos a Cristo y no a los fariseos y expliquemos nuestros porqués sin juzgar al prójimo. Cada persona tiene su proceso.

Sofía de la Puente

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