“Juez: Oye tú, miserable acusado; abre bien los oídos, pícaro, escúchame: Yo decido que seas condenado por estas tres razones: primera, porque no es correcto que yo me siente aquí como juez sin que alguien muera ahorcado; segunda, tú debes ir a la horca porque tienes una maldita cara de ahorcado, y tercera, debes ser ahorcado porque tengo un hambre tremenda y estoy informado, so granuja, que es costumbre vieja que cuando está lista la comida del juez antes de terminar el juicio el reo debe morir ahorcado en seguida. Esta es la condena que te doy, perro miserable. ¡Ea, tú, verdugo, carga con éste!”.
(Philip Gosse, Historia de la piratería).
Como dicen los posmodernos, estableceremos un «relato» que forzosamente será incompleto, pero sirve para comprender que de aquellos polvos vienen estos lodos. Este cuento empieza más o menos en 1831, con la muerte del famoso filósofo G. W. F. Hegel. Los jóvenes alemanes que se habían formado intelectualmente a la sombra de su pensamiento se dividieron en dos bandos y para denominarse reutilizaron una metáfora espacial en un sentido político: la «izquierda » y la «derecha». Y así se quedaron. Podrían haber elegido muchas otras metáforas a lo Barrio Sésamo: delante y detrás, arriba y abajo, dentro y fuera… hubiera dado igual.
El joven que lideraba el bando izquierdista era muy brillante y se llamaba Karl Marx. La idea principal que Marx toma de Hegel se podría resumir en un famoso slogan hegeliano: «Lo que es racional es real y lo que es real es racional». Esto quiere decir que la historia humana responde a una sistematicidad, a unas leyes, a un desarrollo evolutivo de lo que Hegel llamaba el «Espíritu». Nada sobra ni falta, no hay azar ni error ni libertad que valga porque no hay, en el fondo, individuos. Los seres humanos estamos «alienados», no controlamos el desarrollo del Espíritu sino que estamos, por el momento, insertados dentro de él. Esta idea es muy importante y se filtra en nuestros discursos cotidianos. Sustituyendo Espíritu por «Capitalismo» o «Patriarcado» puede que nos resulte más familiar. Hegel se asomaba a un balcón de Jena para ver a Napoleón y lo que contemplaba era el Espíritu del mundo a caballo. Un marxista mira al cielo, ve una nube pasar y está viendo al Capitalismo. Porque el Capitalismo es el Espíritu, o sea, la realidad. Cada vez que oigan a una feminista emitir sentencias como «el machismo es estructural» está utilizando un lenguaje marxista. No, aquel individuo no apuñaló a su novia. No fue un caso aislado. Fue el Patriarcado.
La dialéctica, «motor de la historia»
El motor de la Historia, el mecanismo que hace que todo esto tire para adelante se llama «dialéctica». Dialéctica es una oposición, una lucha entre dos polos opuestos, pero es una lucha creativa, da sus frutos, sus «síntesis». Marx utiliza la dialéctica de Hegel pero interpreta la naturaleza humana en un sentido materialista (esto lo tomó de algunas escuelas filosóficas griegas), por eso al marxismo se le conoce como «materialismo dialéctico». Para Marx, la conciencia humana está determinada por las condiciones materiales de la existencia y, más precisamente, por nuestra situación dentro de un sistema económico capitalista constituido sobre dos «clases», a saber, los dueños de los medios de producción y los trabajadores que ni siquiera son dueños del fruto de su trabajo porque están alienados, es decir, que no son dueños ni de sí mismos. Y así, Marx cierra el círculo hegeliano con el toque materialista y establece que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases.
El marxismo utiliza el concepto de «clase» con un contenido socioeconómico pero rellenando con ello una forma hegeliana, la famosa dialéctica de «el amo y el esclavo» que para Hegel era una «figura de la conciencia». Y como tal transforma nuestra aproximación a la realidad humana. Es decir, que si usted va por la calle, mira a las personas y es capaz de clasificarlas en «opresores» y «oprimidos» su conciencia está funcionando a la manera hegeliano-marxista. Es una conciencia desdichada.
El marxismo rechaza una ontología basada en el individuo, el ser humano sólo es inteligible dentro de una estructura. La historia no se explica por la acción de sujetos racionales sino por el funcionamiento de leyes históricas. El individualismo era la base de la ideología que los marxistas detestaban y aún siguen detestando: el liberalismo. Para el liberalismo la libertad es a priori, para el marxismo a posteriori. Individuo, propiedad y libertad eran el fundamento de la ideología liberal burguesa, exponente del capitalismo del cual los marxistas son archienemigos. El fundamento constitutivo del marxismo es la igualdad, pero no entendida a la manera de la isonomía griega, igualdad ante la ley. Una igualdad formal pero no real. El proletariado no tenía más propiedad que su trabajo y no era libre porque estaba esclavizado por la necesidad.
El marxismo no considera a la libertad como un transcendental o un a priori político sino como un desideratum. No distingue entre la libertad política y la libertad ontológica. El ser humano sólo será auténticamente libre cuando se haya implantado el comunismo, es decir, cuando la lucha de clases haya producido su síntesis. Entonces la gente aportará según sus capacidades y recibirá según sus necesidades. Y las clases sociales desaparecerán. La utopía comunista es un reino en el que todo es auténtico. Hay auténtica libertad, auténtica democracia, auténtica justicia, auténtica igualdad. Los marxistas son especialistas es desvelar realidades ocultas, desmontar fachadas e hipocresías, descubrir los poderes que actúan en la sombra… Por eso a Marx se le llama «filósofo de la sospecha» y por eso el marxismo siempre ha hecho muy buenas migas con la otra gran filosofía de la sospecha: el psicoanálisis. Cada vez que oigan a alguien decir que la democracia es una farsa porque quienes mandan de verdad son las grandes empresas multinacionales o el Ibex 35, o que las drogas no deben ser legales porque le quitan la libertad al adicto, o que la prostituta no es libre porque se prostituye por necesidad, o que no hay igualdad porque la mayoría de la gente es pobre y una minoría posee casi toda la riqueza, etc. Cada vez, digo, que pronuncien esas frases u otras parecidas están siendo ustedes marxistas o algo parecido.
El marxismo no considera a la libertad como un transcendental o un a priori político sino como un desideratum. No distingue entre la libertad política y la libertad ontológica.
El problema fue que para alcanzar la libertad ontológica había que destruir la libertad política. ¿Libertad para qué? ¿Para prostituiros, drogaros, moriros de hambre, alquilar vuestro útero por dinero? ¿Por qué os vamos a tratar como individuos libres si no lo sois? Así que para alcanzar la libertad real en el futuro hubo que suprimir la libertad política en el presente, para alcanzar la igualdad real en el futuro hubo que institucionalizar una desigualdad normativa ahora. Individuos listos, cultos, formados, críticos y bienintencionados han tardado más de un siglo en darse cuenta de que la utopía comunista y, en general, todas las utopías, sólo pueden ser implantadas mediante la violencia. En muchos lugares la lucha de clases fue una lucha real, revolucionaria, que trajo como consecuencia unos regímenes políticos totalitarios que en el mundo ya sólo defienden algunos adolescentes. Regímenes que fracasaron. Mientras tanto, las sociedades capitalistas fueron evolucionando y todo resultó ser muy complicado. Ni la economía, ni la sociedad, ni la técnica, ni el comportamiento humano parecían encajar en los marcos conceptuales simples que establecieron Hegel y Marx. Y así la izquierda empezó a abandonar, poquito a poco, la lucha de clases, entre otras razones porque la propia clase obrera dejó de tener «conciencia» de sí misma.
La gran metamorfosis: de Marx a los posmodernos
Pero no se abandonó el marxismo, por así decir, profundo. Después de todo, el marxismo, además de teoría era una especie de metodología o una hermenéutica que se puede aplicar en muchos ámbitos. Una ideología que ha seguido siendo la espina dorsal del pensamiento de izquierdas. ¿Ven lo que estoy diciendo? Al buscar lo que hay detrás del marxismo yo mismo estoy aplicando un método marxista. Y en cuanto al psicoanálisis, se ha convertido en un complemento del marxismo absolutamente decisivo en ámbitos como, por ejemplo, el feminismo.
Resumiendo mucho, se puede decir que hay dos grandes momentos. Uno es el de la Escuela de Frankfurt, también denominada «teoría crítica» o «marxismo cultural». Estos autores (Theodor Adorno, Max Horkheimer, Erich Fromm, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, etc.) realizan una crítica a la civilización capitalista in toto, del concepto de razón al sexo, de la música al consumo pasando por la comunicación… Por ejemplo, a nadie se le había ocurrido relacionar al jazz con el capitalismo hasta que lo hizo Adorno. El análisis comunista economicista clásico se abandona, ya no se habla de «medios de producción», «plusvalías» ni de la clase trabajadora. Se puede decir que el pensamiento de los frankfurtianos eclosiona después de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, en la revolución de mayo del 68. La revolución ya no consiste en tomar el poder por las armas a la manera bolchevique sino que es una revolución del comportamiento. Los revolucionarios del 68 también aborrecen la sociedad capitalista/consumista e incorporan nuevos ámbitos de reivindicación como el ecologismo, el feminismo o la expansión de la conciencia.
El segundo momento de la evolución de la izquierda ha sido también muy estudiado y es el que está funcionando a toda pastilla en la actualidad. Lo podemos denominar, en un sentido quizá demasiado amplio, «posmodernismo». Este empieza a surgir en los años setenta del siglo XX y se ha establecido su origen en la recepción que se da en los campus universitarios estadounidenses a la obra de una serie de autores franceses (por eso se les conoce como French Theory o, en general, «postestructuralismo»), a saber: Michel Foucault, Jaques Lacan y Jaques Derrida, entre otros. Los departamentos de humanidades de las universidades de Estados Unidos, y del resto del mundo, están ocupados por profesores y alumnos de izquierdas, es decir, gente con inquietudes sociales, que luchan contra la opresión, el capitalismo, el racismo, la contaminación y todo eso. En los campus se reelaboró la French Theory y surgió una especie de compendio multicéfalo de políticas que están conquistando inexorablemente el imaginario occidental. Es bastante curioso comprobar cómo se han difundido popularmente y forman parte de nuestra «conversación social» abstrusas e ininteligibles filosofías reflejadas en textos endemoniados que parecen escritos para no ser entendidos (y que por eso han caído fácilmente en burlas como la que provocó el llamado «caso Sokal» y otros similares).
Pues sí, están en la educación, las redes sociales y medios de comunicación, debates políticos y discusiones en cenas navideñas. La microfísica del poder y la teoría de la sexualidad o teoría queer de Foucault han sido decisivas en las filosofías del «género» (más precisamente «ideología de género»), el psicoanálisis de Lacan ha sido fundamental en el llamado «postfeminismo» o «feminismo de cuarta ola», el «deconstruccionismo» y la crítica al «falogocentrismo» de Derrida ha sido la base de la denominada «corrección política». Todo enmarcado por un pensamiento antiilustrado y relativista proporcionado por el autor que dio carta de naturaleza filosófica al término «posmodernidad»: Jean François Lyotard (en su libro La condición posmoderna).
No es nuestro propósito regodearnos en todas las características del pensamiento posmoderno, sólo apuntarlas. Nos remitimos, por ejemplo, al trabajo de Helen Pluckrose «Cómo los “intelectuales” franceses arruinaron Occidente: la explicación del posmodernismo y sus consecuencias». Nos basta con citar la primera frase de su artículo: «El posmodernismo representa una amenaza no solo para la democracia liberal, sino para la modernidad misma». Ya ven que para la señora Pluckrose el problema no es el fascismo, aunque sería mejor decir que ella está detectando al auténtico fascismo donde otros están viendo emancipación. ¿Cuál es pues la médula del posmodernismo? Para responder a esa pregunta hay que empezar, como siempre en filosofía, por la pregunta ¿qué es el ser humano? ¿Cuál es la naturaleza humana? Solucionamos este problema en unos segundos y volvemos luego.

Desentrañando el posmodernismo
Saber qué es el ser humano es el problema número uno porque el comportamiento humano es la fuente de todas nuestras preocupaciones. Del cambio climático al tráfico de drogas, pasando por el terrorismo, el machismo, la delincuencia, el nacionalismo, la pederastia, las pandemias víricas, el racismo… lo que sea. Nuestro principal problema somos nosotros mismos. Hay quien dice que, en tanto que problema científico, el problema del hombre es más complicado que el de la materia. La principal prueba es que debe de haber como veinte o treinta ciencias estudiando lo mismo: conductas. ¿Qué opinan del tema los posmodernos? El posmodernismo empieza a ser antimoderno ya desde su antropología. Continuando una idea de la filosofía griega, la tradición moderna/ilustrada hacía girar el concepto de hombre en torno al concepto de «razón». Somos homo sapiens, nuestra naturaleza es ser racionales. Por el contrario, para el posmodernismo somos egos emocionales extremadamente sensibles.
Si la tradición ilustrada tomaba como modelo de humanidad al individuo adulto a la manera kantiana, para la posmodernidad el referente absoluto es el niño, el niño interior. Los niños contemporáneos son seres sagrados a los que no se puede ver ni el rostro, como a Mahoma. La confluencia de psicologismo, terapeutismo, emocionalidad y narcisismo es una de las claves del sujeto posmoderno, tal y como ha estudiado detenidamente, por ejemplo, Eva Illouz. ¡Y encima considerando que esa antropología es un epifenómeno del capitalismo!
Así pues, lo importante no es la verdad (un concepto racionalista) sino nuestro bienestar psíquico, nuestra autoestima. Ser feliz se ha convertido en un imperativo. La subjetividad humana se transforma en algo absoluto y eso trae como consecuencia otra de las claves de bóveda del posmodernismo, a saber, el relativismo. Nietzsche dijo «no hay hechos, sólo interpretaciones». Quien interpreta es el superhombre y el superhombre es un niño. Pero no un niño poderoso como el de Nietzsche sino un niño caprichoso al que hay que proteger a toda costa porque todo le perturba. Le ofende.
Si la tradición ilustrada tomaba como modelo de humanidad al individuo adulto a la manera kantiana, para la posmodernidad el referente absoluto es el niño, el niño interior
Cada vez que vean ustedes un «centro de interpretación» de algo, eso es lenguaje posmoderno. Por ejemplo, en un zoológico de Valencia que se llama el Bioparc hay un «centro de interpretación de gorilas». Ahí está, la posmodernidad. Ya me contarán ustedes qué es lo que hay que «interpretar» en un gorila. Para más inri, en ese lugar hay carteles donde se nos explica que los gorilas son animales territoriales y no hay que mirarles a los ojos porque lo consideran un desafío, te mantienen la mirada y pueden reaccionar violentamente. Es decir, que si ellos «interpretan» que tú los estás interpretando se mosquean. Para los posmodernos todo debe ser interpretado porque no hay naturaleza, todo es un texto. Se puede «leer», pongamos por caso, una catedral gótica. La lógica y la epistemología racionalistas se sustituyen por una lógica narrativa sujeta a la arbitraria hermenéutica del sujeto absolutista. Hoy en día ya no se dice «justificar» sino «crear un relato». Los relatos son la base de todo. Lo malo es lo que Lyotard llama «metarrelatos». La ciencia es un metarrelato y, según el filósofo francés, está sujeta a un proceso de deslegitimización.
Un segundo elemento posmoderno es el fuego que alimenta todo esto, y es la continua confusión entre el plano normativo ético/político y el plano lógico/espistemológico. El relativismo tiene mucho prestigio porque se le considera parte de una lucha de carácter político. El relativismo cultural tal y como lo estudia la antropología es indisociable de la lucha por la emancipación, contra el racismo o el colonialismo. El ataque posmoderno a la ilustración no sólo iba contra sus universales lógicos sino también contra los ético/políticos como, por ejemplo, los derechos humanos, la democracia o el derecho garantista, considerados conceptos «occidentales» o «etnocéntricos».
Todos los autores que defienden la idea de una naturaleza humana tienen que establecer una serie de universales que poseen todos los hombres. En el imaginario dominante, esos autores son «conservadores» (vulgarmente «fachas»). Si uno es relativista no puede operar con un conjunto tan grande, por eso se restringe a subconjuntos como las «culturas». La cultura nos hace humanos pero fundamentalmente diferencia a los grupos humanos entre sí. Si se trata de algo que no es igual para toda la especie entonces no se puede considerar algo biológico, es decir, algo que esté en una definición genética que pertenezca a todos los seres humanos. Por tanto, toda la cultura es aprendida. Podría ser de otra forma.
El término posmoderno es que todo es una «construcción social». Los autores que defienden el constructivismo social son «progresistas» (es decir, «antifascistas»). Para detectar construcciones sociales, es decir, para detectar el carácter arbitrario, ideológico, inconsciente, opresor de los discursos culturales dominantes, los progresistas utilizan una enésima versión de la filosofía de la sospecha que Jaques Derrida denominó «deconstrucción». Los posmodernos lo deconstruyen todo. Las madres de ese colegio catalán que han eliminado por sexista el cuento Caperucita roja de la biblioteca del colegio han detectado dicho sexismo mediante la aplicación de una metodología deconstruccionista. No son mamás normales. Son el gremio de la construcción social.
Para los posmodernos todo debe ser interpretado porque no hay naturaleza, todo es un texto.
Entre naturaleza y cultura
Para entender esta historia de los «progresistas» y los «conservadores» hay que remitirse a otra figura de conciencia. Los conservadores quieren conservar el estado de la realidad porque en ella disfrutan de una situación óptima. No necesitan apoyo externo, por eso reivindican el reino de «lo privado», o sea, no quieren saber nada de nadie. Como no quieren transformar nada no les importa decir que las cosas son como son «por naturaleza» o por la «gracia de Dios». El progresista, en cambio, quiere transformar el mundo porque considera que la situación es injusta. El progresista es adalid de la gente que no puede valerse por sí misma y necesita imperiosamente el apoyo de «lo público», o sea, quieren que les atiendan y socorran. Pero no se puede cambiar la situación sin partir de la base de que el estado de cosas es contingente, no necesario. Si queremos cambiar el mundo debe existir la posibilidad metafísica de que el mundo pueda ser de otra forma. Por eso el progresista rechaza el concepto de «naturaleza» aplicado al ser humano y se siente más cómodo con el término «cultura». A los progresistas les encanta la cultura. La naturaleza no se puede cambiar, no tiene remedio. Pero la cultura sí: existe la educación. A los progresistas les encanta la educación. Por eso se lucha en «guerras culturales». Para ganarlas. Este esquema elemental de pensamiento es aplicable a multitud de problemas, es decir, a multitud de problemas conductuales. El lector ya sabe de sobra lo que dirá un conservador y un progresista sobre, por ejemplo, la delincuencia, cómo explicarán ese fenómeno y cómo dirán que se resuelve.
O piénsese en el siempre delicado asunto del sexo. El esquema «naturaleza/innato» versus «cultura/aprendido» (o, como dicen los anglosajones the nature/nurture problem) brilla aquí con todo su esplendor. «Sexo» es un concepto biológico. Los seres vivos somos seres sexuados. El sistema de sexos es binario, sólo hay dos. En los animales, la sexualidad se codifica en pautas conductuales grabadas a fuego en el código genético. Las llamamos «instintos». O sea, que en todas las especies animales los machos hacen una cosa y las hembras hacen otra. Inexorablemente. El león macho no se levanta si el cachorro llora por la noche. Es la hembra. Esto lo sabemos por el dictum de Mufasa en El Rey León (aunque luego se levante él). En el Bioparc de Valencia el gorila macho hace una cosa y la gorila hembra hace otra. No intenten convencerles de que la situación podría ser diferente. Vamos, ya les he dicho que no tienen ni que mirarlos.
Cuando se trata de pautas conductuales aprendidas, se utiliza un término que en en estos tiempos posmodernos el lector debe oír cada día como cincuenta veces. El «género». El género ya es algo que se aprende. Los animales no tienen el cerebro necesario para poder imaginarse una realidad diferente de la que perciben. Su repertorio conductual es muy simple, por eso puede ser instintivo. En cambio, los seres humanos lo tenemos que aprender prácticamente todo porque nuestra condición cerebral nos lo permite; para sobrevivir necesitamos procesar información. Cualquiera que haya pasado por la experiencia de la paternidad comprende esto. Yo lo descubrí como una revelación el día que tuve que aprender a sacarle los mocos a un bebé. Cualquier monito sabe sacarse los mocos a las primeras de cambio. Como es sabido, el sexo es a la biología lo que el género a la cultura. No intenten resolver el problema de qué hay de innato y qué de adquirido en la conducta humana porque es muy probable que ese problema esté mal planteado. Pero hay algunas cosas que sí están claras. Así, las mujeres se han dedicado tradicionalmente a fregar el suelo de su casa. Pero la selección natural no les ha hecho desarrollar extremidades especialmente adaptadas para coger la fregona. Eso quiere decir que si las mujeres se han dedicado a fregar es porque lo han aprendido. Y que podría fregar alguien más además de ellas.
Hay otras funciones, en cambio, que sí requieren una base biológica que sólo tienen las mujeres. Por tanto, no puede ser de otra forma. En cambio, el género sí. El género es una construcción social, artificial, cultural, aprendida. Por eso, los científicos sociales y las feministas hablan de «roles de género». «Rol» es un concepto así como teatral que a los sociólogos les encanta. En el ámbito del género, representamos papeles que hemos adquirido. Y no está en nuestra «naturaleza» asumir un rol u otro. Pues bien, ahora podríamos hacer el ejercicio de aplicar los anteriores esquemas de «conservador» y «progresista» a esta historia de los hombres y las mujeres utilizando los conceptos de «sexo» y «género», es decir, innato y aprendido, instinto y rol. Venga, háganlo. Es facilísimo.
El cuerpo o cárcel del alma
Y ahora llegan los posmodernos. Dijimos anteriormente que la posmodernidad realiza una absolutización de la subjetividad como consecuencia de su relativismo. «Autodeterminarse» es un derecho y «autodeterminación» un concepto político. Una de las funciones más básicas de nuestros procesos cognitivos es proporcionarnos una identidad, una autodefinición, aplicando una categoría. Establecer qué somos y quiénes somos. En el pensamiento posmoderno, «identidad» es un concepto tan importante que me estoy poniendo hasta nervioso escribiendo esto. «Identidad» es un término absolutamente proteico, especialmente aplicado a la dicotomía sexo/género. Hay una cierta inercia en establecer como fuente de identidad el deseo sexual, la libido, pero la construcción de la identidad no siempre opera así. Lo que es evidente para el posmodernismo es que la identidad no puede estar fundada en el sexo porque el sexo es objetivo y la identidad es un acto de autoafirmación subjetiva. Por eso, la identidad siempre es «identidad de género». No hay que confundir esto con la «identidad afectivo- sexual», el concepto que se emplea para definir la homosexualidad. En realidad, aunque como buenos progresistas pensamos que todas las causas son la misma causa y que todo «intersecciona» en una ensalada de acrósticos, lo cierto es que en esa secuencia LGTBQ+ existen más conflictos de lo que parece.
Cuando nuestra realidad objetiva no se corresponde con nuestra identidad subjetiva se produce una falta de concordancia que definimos con términos que tienen la partícula «trans» como prefijo. Así, una persona que tiene una identidad de mujer pero su sexo es masculino es «transgénero», una persona cuya edad subjetiva es diferente de la cronológica es «transedad», otra persona que se siente miembro de una especie no humana es «transespecie» (también conocidos como otherkin), etc.
Los géneros no se limitan a lo «masculino» y «femenino» porque eso significaría continuar aplicando el rígido esquema binario de los sexos. En cambio el número de géneros es, potencialmente, infinito; hay tantos como subjetividades. Poner el foco en el género nos exime de basarnos en la ciencia biológica, no hace falta tener estudios, nos da carta blanca para prescindir de cualquier tipo de racionalidad y entroniza el reino absoluto de la subjetividad emocional. Para tener razón basta con autoproclamarse como víctima.
Y cualquier cosa te convierte en víctima, empezando por el lenguaje. Por eso para esta teoría queer la liberación empieza por la implantación de un lenguaje «inclusivo» cuya principal función es excluir a quienes no usan ese lenguaje. No deja de tener su gracia que haya ahora un sector del feminismo enfrentado a la teoría queer. En realidad la teoría queer supone llevar el feminismo hasta sus últimas consecuencias. No querían que el sexo estuviera subordinado al género y, al sobredimensionar ese género, han conseguido que el sexo desaparezca y con él nuestra realidad material y corporal. El huevo de la serpiente «trans» ha sido incubado por el feminismo no ilustrado. No vamos a encontrar una sola mujer «trans» que no se identifique como feminista. La modificación del lenguaje es un modus operandi que los «trans» han copiado del feminismo. Naturalmente nadie habla así en el mundo real, igual que no hablamos esperanto o klingon pero, como se ha dicho tantas veces, la función del lenguaje inclusivo no es «visibilizar» a las mujeres sino visibilizar al feminismo. Se utilizan las muletillas rituales como signos de identificación y pertenencia al grupo de los justos. Así, lo proclamamos en el primer párrafo y no hace falta ponerlo más veces. Después de todo ¿quién va a leer el segundo párrafo?
Una revolución antropológica
Hay intelectuales avanzados que ya están reflexionando sobre «transhumanismo», cyborgs y de cómo la inteligencia artificial esclavizará a los seres humanos. Es lo que podría llamarse «filosofía ficción». Pero resulta muy difícil hablar de transhumanismo cuando todavía estamos atascados en problemas como la libertad o la consciencia, es decir, cuando ni siquiera somos capaces de definir al ser humano no trans. Lo que parece evidente es la imposibilidad pertinaz de hacer antropología al margen de la dimensión normativa. Optar por una teoría u otra de la naturaleza humana sigue siendo optar por una posición política u otra. Y, como somos buenos progresistas, pensamos, a la manera hegeliano-marxista con la que iniciamos este ensayo, que todos nuestros problemas se articulan en una estructura o un sistema. Y vamos a combatir a ese sistema autoidentificándonos como miembros del grupo de los concienciados, es decir, nos vamos a estructurar a nosotros mismos mediante una ideología. Se entenderá esto usando, por ejemplo, la cuestión de la «violencia de género».
Para explicar el comportamiento del hombre violento nos resulta insuficiente la ciencia de la conducta o cualquier tipo de explicación individual. Si hacemos eso estaríamos negando la «estructura», es decir, el «patriarcado». Pero sin patriarcado carece de sentido el feminismo, es decir, la ideología. Cuestionar este esquema tiene consecuencias graves para el que lo haga pues será excluido del grupo de los justos. Para el feminismo negar la existencia de la estructura supone negar los hechos, uno de los usos perversos del término «negacionismo». Se quiere visibilizar la violencia pero, al defender a capa y espada la estructura, se invisibiliza a las personas concretas. Pero se visibiliza la ideología de género, químicamente pura. Cosa que no ocurre cuando la víctima es un hombre y la victimaria una mujer. Al no existir ninguna estructura tenemos que echar mano de la psicología profunda. Esto es sólo un ejemplo pero se podrían poner muchos más.
Para el posmodernismo, negar la existencia de la estructura supone negar los hechos
El posmodernismo izquierdista, valga la redundancia, tiene un potencial destructor de la democracia liberal muy superior al del populismo de derechas que banalmente calificamos como «fascismo». Los populismos son, por así decir, infecciones oportunistas, ocupan el espacio que se les deja libre. No deja de ser una política identitaria más. Hay una manera muy sencilla de librarse de ellos que es no votándolos. Igual que vinieron se podrán ir. Pero el posmodernismo es algo más que la nueva ideología de izquierdas que viene a sustituir al marxismo y la lucha de clases. Afecta a la educación, la cultura, los valores, las relaciones sociales, el lenguaje, la publicidad… Incluso se podría decir que es una revolución antropológica que nos va a traer nuevas categorías de lo humano. Es la ideología de la ONU, de las ONG, de las redes sociales, del sistema educativo público, está en el gobierno y en las guarderías infantiles. Ahora mismo es el standard moral de Occidente. No nos podemos librar de esa ideología mediante el voto porque no hay ningún partido político que tenga el coraje de combatirla. Nadie quiere ser «cancelado» por la horda woke.
Descartada la vuelta a los esquemas marxistas (como pretenden algunos) sólo quedaría la opción liberal. Así lo defienden Helen Pluckrose y James Lindsay en su imprescindible libro Teorías cínicas (Alianza Editorial, Madrid 2023). Frente a lo que ellos llaman la Teoría (el posmodernismo), su identitarismo, victimismo, relativismo, irracionalidad y afán censor, ellos oponen los valores del liberalismo, la auténtica alternativa al posmodernismo y al identitarismo de la extrema derecha.
«El liberalismo defiende los postulados de la libertad individual, la igualdad de oportunidades, la investigación libre y abierta, la libertad de expresión y de debate, y el humanismo, ideales que, aunque expansivos, también son resistentes y consistentes». Así «[l]a Teoría posmoderna y el liberalismo no sólo coexisten en tensión: son polos prácticamente opuestos». El liberalismo no es la solución a los problemas sino una metodología. ¿Lo encontraremos alguna vez en las papeletas electorales?
José Antonio de la Rubia Guijarro se doctoró en Filosofía por la Universidad de Valencia en el año 2000, con la tesis doctoral “Lenguaje, naturalismo y normatividad”, dirigida por Enric Casabán. Desde 1996 es profesor de Filosofía en Enseñanza Secundaria. Es autor de dos libros y decenas de artículos en publicaciones académicas.

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