La fuerza de la desesperación

“En estos veinticinco años he perdido una por una todas mis esperanzas, y ahora que me parece haber llegado al final de mi viaje estoy asombrado por el inmenso derroche de energía que he dedicado a esperanzas totalmente vacuas y vulgares. Si hubiese concentrado la misma energía en desesperar, tal vez habría obtenido algo más.”

Yukio Mishima , Lecciones Espirituales para los Jóvenes Samuráis.

El japonés Yukio Mishima es sin duda uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Mediante novelas, ensayos, poemas, películas y obras de teatro supo revelarse contra un Japón de posguerra culturalmente en proceso de occidentalización al terminar la Segunda Guerra Mundial, proceso que venía gestándose lentamente desde la apertura de Japón al mundo.

En consecuencia, con el Imperio disuelto y luego de siete años de ocupación, creyó haber visto en la debacle de los valores aristocráticos el ocaso de todas las milenarias tradiciones y con ello el fin del espíritu nipón. Por eso es palpable en sus escritos una constante temática de un mundo en transición, el de antaño que despertaban los más altos sentimientos de heroicidad y nobleza, y el moderno caracterizado por la perdida de los valores que enorgullecían a sus antepasados. 

Más allá de las particulares razones por las cuales Mishima se llegó a plantear este manifiesto en los últimos pasos de su vida, antes de cometer un intento de golpe de estado seguido del seppuku (suicidio ritual), podremos nosotros aprovechar su modelo de vida para preguntarnos: ¿Qué más importante que aprender a desesperar?

La desesperación que enmarca Mishima no refiere a la imagen de un hombre cometiendo acciones incoherentes, desordenadas e intranquilas por la irreparabilidad de un mal que lo somete sino que ha concluido que el derroche y la variación de sus impulsos lo ha alejado de la meta que le daba sentido a su vida.

Es a través de la percepción positiva de la desesperación por la cual habría podido ordenarse, aprovechar el tiempo y llevar a cabo su cometido con mayor precisión.

La inconexa modernidad nos habitúa a regocijarnos con una gota de placer en un mar de absurdos.  A contentarnos con la ilusión de saltar, por placer, de un lugar a otro y ocultarnos de nuestros más profundos objetivos olvidando quienes somos.

En cambio, nuestro arquetipado “desesperado” solo tiene una tarea verdadera y él es uno con su verdad. Irrefrenablemente concentra sus energías en esta y en él, no hay lugar para otra cosa, no hay movimiento, ni dirección, ni fuerza que lo haga desviarse de su objetivo.
Si descansa es solo para recobrar la potencialidad en su meta. No duerme. No hay cosa más importante. En su estado altruista, su búsqueda está más allá de su individualidad y de la finitud; su meta es su mayor justificante.

El desesperado no sólo entendió que no hay nada que esperar, sino que el esperar es una ambigüedad de su existencia, una forma de desencontrarse y ocultar su destino.

Mishima perdió las esperanzas, pero encontró en la desesperación lo que significó, aunque quizá demasiado tarde, el enfrentarse con su labrada y templada actitud guerrera. Su propia meta de acción: encauzar la tarea de revitalización aristocrática de su pueblo y para ello dispuso el sacrificio de cuerpo y espíritu.


ALEJANDRO LINCONAO

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