Mártires

Pocas figuras históricas (o no) producen tanta fascinación como los mártires. Primero porque, entre la agonía y el éxtasis, sus torturas trascienden la frontera entre cielo e infierno. Y después por su sustrato heroico: sea cual sea su creencia, su inmenso sacrificio los convierte a nuestros ojos en seres sobrehumanos, cuyo aguante se ve todavía con más admiración desde esta era de anestesias y analgésicos. Jünger definió el dolor como «el examen más duro en esa cadena de exámenes que solemos llamar vida», y no hay duda de que, en tal evaluación, los mártires aprobaron con matrícula de honor.

En las siguientes líneas, me he tomado la libertad de hacer mi propia lista de mártires, ordenados por orden cronológico pues resultaría frívolo establecer jerarquías en un asunto de tal envergadura: todos los mártires son dignos de respeto; incluso podríamos decir que todos nosotros somos mártires por el simple hecho de nacer, vivir y morir: el verdugo Tiempo nos tortura lentamente hasta que nos llega nuestro San Martín. Pero si he escogido a estos mártires en concreto, es porque sus leyendas resultan especialmente gráficas e ilustrativas. 

Por otro lado, he intentado que haya una representación amplia de todo tipo de torturadores: hay inquisidores católicos, califas musulmanes, milicianos republicanos, reyes franceses y hasta taikos nipones. Da un poco igual. A nivel cósmico cabe considerar al torturador y al torturado como dos caras de una misma moneda. Aunque él lo ignore, el verdugo libera al mártir. Eso, cuando el verdugo no es el propio mártir. 

En este texto, en suma, lo que pretendo destacar por encima de todo es el poder transmutador del sufrimiento en ciertos seres que se encuentran en un estado de conciencia excepcional, más allá del dolor y del placer. Porque, como bien se decía en la Epístola Pastoral de la Iglesia de Esmirna, «los mártires demostraron que en la hora del tormento se hallaban ausentes de la carne».

SAN POLICARPO DE ESMIRNA (quemado vivo en la hoguera)

Padre apostólico de la Iglesia primitiva, fue ejecutado en el año 155, durante el gobierno de Antonino Pío, por no querer renegar de Cristo ni jurar por la fortuna del César. 

Según consta en su Acta martyrium, Policarpo no sólo aguantó la tortura de las llamas mientras rezaba tranquilamente en voz alta, sino que, antes del castigo, se dirigió a su ejecutor y le espetó: «Vengan a mí los leones y todos los tormentos que vuestro furor invente, me alegrarán las heridas, y los suplicios serán mi gloria, y mediré mis méritos por la intensidad del dolor». Y al contestarle el procónsul que su castigo sería morir en la hoguera, respondió: «Me amenazas con un fuego que dura una hora y luego se apaga, y te olvidas del fuego eterno, en el que arderán para siempre los impíos. ¿Pero a qué tantas palabras? Ejecuta pronto en mi tu voluntad, y si hallas un nuevo género de suplicio, estrénalo en mi».

Como última voluntad, Policarpo no quiso ser atado a una columna de hierro, como se solía hacer con otros condenados para que no escaparan, sino que, a petición propia, subió a la hoguera él solito y allí permaneció, rezando, hasta ser devorado por las llamas.

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CECILIA DE ROMA (ahogada, frita y medio decapitada)

Según el Martyrologium hieronymianum, santa Cecilia fue una romana nacida en una familia senatorial, que vivió entre los años 180 y 230. Siendo aún niña se convirtió al cristianismo y entregó su virginidad a Dios. Por eso, cuando sus padres la obligaron a casarse con el noble pagano Valerius, ella le pidió a su marido que respetara su celibato y que se bautizara. Valerius obedeció y, unos días más tarde, el prefecto Turcio Almaquio lo condenó a muerte. 

Poco después le tocó el turno a Cecilia, que fue condenada a morir ahogada en el baño de su propia casa. Pero, por más que el verdugo la hundía en el agua, Cecilia no se moría, así que el prefecto ordenó que la sumergieran en un recipiente con aceite hirviendo; y así lo hicieron, pero Cecilia no sólo no se quemó, sino que entró en éxtasis. Desesperado, el prefecto ordenó que la decapitaran en el acto, pero, tras darle tres fuertes golpes de espada en el cuello, el verdugo no fue capaz de separar la cabeza del tronco de Cecilia. Asustado por la resistencia y la luminosa expresión de la mártir, el verdugo huyó despavorido, dejando a Cecilia vivita y coleando, aunque postrada en un charco de sangre, que salía a borbotones de su cuello. Aun así, la mártir sobrevivió tres días más, durante los cuales se dedicó, moribunda, a dar limosnas a los pobres. Posteriormente, el Papa Urbano la enterró en la catacumba de Calixto I, entre obispos y confesores.

SANTAS JUSTA Y RUFINA (una murió agotada y la otra degollada)

Nacieron en Sevilla en los años 268 y 270, en una familia humilde pero de sólidas convicciones cristianas. En aquel tiempo, los romanos dominaban España y celebraban fiestas anuales en honor de Venus, sacando en procesión estatuas paganas y pidiendo donativos. Cuando una procesión llegó a casa de Justa y Rufina, que por entonces tenían 19 y 17 años, las santas no sólo se negaron a adorar al ídolo, sino que lo agarraron y lo destrozaron. Diogeniano, prefecto de Sevilla, mandó detener a las hermanas y les dio un ultimátum: si adoraban a los ídolos las cubriría de gloria, pero si insistían en proclamar su fe las torturaría hasta la muerte. Justa y Rufina contestaron: «Nosotras sólo adoramos a Cristo». 

El suplicio empezó con el potro: las santas fueron atadas de pies y manos a sendas superficies conectadas a unos tornos que, al ser girados, tiraban de sus extremidades en sentidos diferentes, para dislocarlas. Acto seguido, las carnes de las dos hermanas fueron penetradas por garfios de hierro. Ellas soportaron los terribles dolores con fervorosa alegría. Al darse cuenta de ello, el prefecto ordenó que las encerraran en una mazmorra helada, y las hicieran pasar hambre y sed y las siguieran torturando hasta que se rindieran. Santa Justa no aguantó más y abandonó su cuerpo, que fue arrojado a un pozo. Pero Rufina permaneció en su mazmorra, recibiendo más torturas y privaciones. 

Harto de los éxtasis de la santa, el prefecto mandó llevarla al anfiteatro y arrojarla a un furioso y hambriento león para que se la comiera cruda. Pero, al ver a Rufina, la bestia se acercó a ella y, moviendo la cola, le lamió los harapos como si fuera un gatito. Fuera de sí, el prefecto dio la orden de degollar a la mártir y, después, quemar sus cuerpo hasta reducirlo a cenizas para así evitar que se le rindiera culto. Corría el año 287.

Pocas décadas después, el obispo Sabino sacó del pozo el cadáver de santa Justa y recogió las cenizas de santa Rufina, enterrándolas por fin juntas. Desde entonces, el culto a estas mártires se extendió por todo el orbe.

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SANTOS COSME Y DAMIÁN (ahogados, quemados, crucificados y asaetados)

Nacieron en Arabia, estudiaron medicina en Siria, y se establecieron en Egea (Cilicia) para ejercer y hacer proselitismo cristiano. Más que médicos, Cosme y Damián eran «santos curanderos anargiros», o sea, que no cobraban por sus servicios y utilizaban métodos sobrenaturales para sanar a los enfermos. En el año 300, fueron arrestados por el gobernador de Cilicia, durante la persecución de Diocleciano, la caza de cristianos más sangrienta de la era romana.

Los santos fueron condenados a muerte pero, antes de ser ejecutados, pasaron por diferentes suplicios: los arrojaron al agua atados a gruesas piedras, los quemaron en la hoguera y los crucificaron. Pero ninguna de estas torturas les infligió el menor daño. Es más, cuando estaban clavados en las cruces, la multitud los apedreó, pero las piedras rebotaban sin tocar a los mártires, y golpeaban a los que las habían tirado. Ante este panorama, sus verdugos decidieron decapitar a Cosme y Damián. Y esta vez no se obró ningún milagro: sus cabezas rodaron sobre la hierba. Los restos de los mártires fueron trasladados a Siria y sepultados en Ciro. Y sus reliquias fueron veneradas en Roma y en muchas otras partes del mundo. 

Por su parte, Cosme y Damián siguieron ejerciendo de curanderos desde el más allá, tal y como asegura san Gregorio de Tours en De gloria martyrum (siglo VI): «Muchos refieren que estos santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer y, luego que lo ejecutan, se encuentran curados».

AL-HALLAY (ahorcado, descuartizado y carbonizado).

Vino al mundo en al-Bayda (actual Irán) como Abu I-Muzig al-Husayn ibn Mansur, pero fue más conocido como Al-Hallaj ‘El Cardador’. Extraordinario místico sufí, partió de métodos de oración convencionales y poco a poco se fue alejando de la ortodoxia islámica para reivindicar una espiritualidad libre y abierta, ajena a rituales e intermediarios. Temerariamente, pero empujado por la comprensión de una Verdad que no se podía callar, empezó a dar discursos públicos en los que ponía en duda la dualidad entre «Alá» y «El Que Reza», algo claramente plasmado en uno de sus más célebres poemas:

«He visto a mi Señor por el ojo del corazón.

Y yo pregunté: ¿Quién eres Tú?

Y él me respondió: Tú».

Un diálogo que podría resumirse con su lapidaria frase: «Yo Soy La Verdad». Para darse cuenta de la magnitud de tal afirmación hay que tener en cuenta que «La Verdad» es uno de los 99 nombres de Alá. No contento con esto, Al-Hallaj intentó derribar las barreras entre credos afirmando que «judaísmo, cristianismo e islam, como las otras religiones, no son más que denominaciones. El objetivo buscado a través de ellas no varía ni cambia jamás». Nadie se extrañó cuando, en el año 922, el místico fue arrestado, acusado de chií y de atentar contra la autoridad del califa. Tras un rápido juicio, fue condenado a muerte. 

Se dice que, cuando fue ahorcado y crucificado en público, seguía pronunciando su lema «Yo Soy La Verdad» con la mirada extraviada y una sonrisa en los labios. Así que sus verdugos le cortaron las piernas, y él dijo: «Solía caminar por la Tierra con estas piernas, ahora que estoy a un paso del Cielo, córteme usted lo que quiera». Y le cortaron las manos, y él frotó sus muñones sangrientos por su cara para teñirla de rojo: «He perdido mucha sangre y tal vez mi rostro esté pálido o amarillento». Después, le cortaron los brazos y, como seguía hablando, le arrancaron la lengua y, finalmente, la cabeza. Durante el tormento Al-Hallay parecía estar en éxtasis, e incluso cuando fue decapitado lucía una luminosa sonrisa de oreja a oreja. 

Al día siguiente, sus verdugos, tal vez temerosos de que pudiera resucitar, quemaron sus restos y tiraron sus cenizas al viento. No sirvió de nada. Más de cuatro siglos después, sus sabias palabras son pronunciadas en todas las lenguas del mundo: «Alá me ha vaciado de todo menos de sí mismo».

Al-Hallaŷ durante su martirio | Anónimo (s. XVI)

LOS TEMPLARIOS DE PARÍS (tortura del agua, bota de hierro y otros suplicios)

A principios del siglo XIV, el rey de Francia (Felipe IV, el Hermoso), sediento de poder absolutista, quiso quitar de en medio a los Caballeros del Temple, una de las organizaciones militares católicas más poderosas de la Edad Media. Para ello tuvo la colaboración del dócil Papa Clemente V y de los corruptos dominicos. En principio, sometió a los templarios a distintas humillaciones, bajo el pretexto de que Esquino Floriano (delincuente que aseguraba haber sido confidente de un templario en las mazmorras de Tolosa) declaró que en la Orden renegaban de Cristo, practicaban el Osculum Infame (rito de adoración al Diablo), pisoteaban y escupían la Cruz en sus ceremonias iniciáticas, y practicaban la sodomía. 

Tras una investigación de pacotilla, en 1307 la Inquisición arrestó y encarceló al maestre Molay y a todos los templarios. En las mazmorras de París, 138 caballeros del Temple fueron interrogados mientras eran sometidos a la «tortura del agua»: el procesado se inmovilizaba sobre una mesa, le metían un trapo largo por la boca hasta el estómago y le echaban agua en abundancia; después, sacaban el trapo con fuerza y de un tirón, produciéndole al desgraciado un terrible dolor. Otros fueron torturados con «la bota de hierro»: unas cuñas se ajustaban a piernas, rodillas y tobillos, que el verdugo golpeaba con un martillo enorme, tras cada pregunta del inquisidor; las cuñas laceraban la carne y aplastaban los huesos, a veces haciendo chorrear la médula. ¿Resultado? 134 de los 138 interrogados confesaron todas las cargas acusatorias. Cabe imaginarse el desmesurado «temple» que tenían los cuatro que no cantaron, que son los que consideramos genuinos mártires. 

Poco después, los acusados fueron llevados a la hoguera, montada con leños de combustión lenta para que la agonía fuera más larga y penosa. Entre las llamas, los templarios murieron proclamando a viva voz su inocencia y la injusticia que se cometía contra su Orden. Finalmente, se pusieron en manos de Dios. 

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LOS MÁRTIRES DE NAGASAKI (mutilados, crucificados y atravesados)

Aunque en un principio el shogunato y el gobierno imperial japonés aceptaron el cristianismo para iniciar comercio con Europa y reducir el poder del budismo, se asustaron al comprobar que, tras convertir al catolicismo a gran parte de la población, los españoles habían tomado las riendas en Filipinas. Por eso, de la noche a la mañana prohibieron las ceremonias cristianas y ejecutaron a todo aquel que no quisiera abandonar su fe. Este fue el motivo de que el taiko Toyotomi Hideyoshi condenara a muerte a 26 cristianos: cinco misioneros europeos franciscanos, un franciscano mexicano, tres jesuitas japoneses y diecisiete laicos japoneses, incluidos tres niños.

Para empezar el martirio, a todos ellos les cortaron la oreja izquierda y, ensangrentados y medio desnudos, los llevaron en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para aleccionar a las gentes sobre los peligros de profesar la fe cristiana. 

Llegaron a Nagasaki el 5 de febrero de 1597 y fueron escoltados por soldados hasta lo alto de la colina Nishizaka, en las afueras de la ciudad. Allí, los ataron a las cruces con cuerdas y cadenas en pies y brazos y los sujetaron al madero con una argolla de hierro al cuello. Acto seguido, los soldados alzaron las cruces y se dedicaron a hurgar en la carne de los mártires con sus lanzas para torturarlos y matarlos. 

4.000 cristianos contemplaron horrorizados la matanza, rompiendo el cordón policial y siendo castigados duramente por los soldados: así, la sangre de los espectadores se mezcló con la de los mártires, formando un caudaloso río. 

Entre los 26 crucificados estaban san Pablo Miki, que no dejó de predicar hasta que una lanza atravesó su corazón, o san Antonio Deynan, un chaval de 13 años que clavó su mirada en el cielo y murió cantando salmos. 

En 1952, estos mártires fueron canonizados, y en 1962 se les construyó un inmenso monumento en Nagasaki con dos inscripciones en latín: Deus in itinere y Sursum corda.

Los mártires de Nagasaki | Anónimo (s. XVIII)

JUAN DUARTE MARTÍN (castrado, destripado, quemado y fusilado)

Seminarista de 20 años ajusticiado por las milicias republicanas en 1936, a principios de la guerra civil española. El mártir (que, paradójicamente, era tío-abuelo del exdiputado socialista José Andrés Torres Mora) vivía en el pueblo de Álora, Málaga, y fue delatado por una de sus vecinas. Pero Juan se negó en redondo a esconderse en un zulo, como hicieron otros cristianos, y se fue tranquilamente a casa de sus padres. Al poco rato, los milicianos lo capturaron. 

Así comenzó la pasión de Duarte: ocho días y ocho noches de suplicio, durante los cuales jamás renegó de su fe, pese a las dolorosas torturas de las que fue objeto: palizas de varias horas, introducción de cañas bajo las uñas, paseos callejeros aderezados con collejas y bofetones, descargas eléctricas… 

El seminarista tenía voto de castidad y, pese a que sus torturadores lo tentaron con una chica de 16 años, él la rechazó, así que los milicianos agarraron una navaja de afeitar y le cortaron de cuajo el pene y los testículos. Desupués, la adolescente se paseó ufana por todo el pueblo, mostrando los testículos del seminarista en la mano como si fueran un trofeo. 

Tras la castración, los milicianos aún siguieron castigando el cuerpo del mártir durante varios días, hasta dejarlo moribundo y con las piernas rotas. Finalmente, los milicianos llevaron a Juan al arroyo Bujía, lo tumbaron en el suelo, lo abrieron en canal con un hacha, rociaron sus tripas con gasolina y le prendieron fuego. Pero Duarte seguía vivo y, con expresión extática, dijo: «Yo os perdono y pido a Dios que os perdone… ¡Viva Cristo Rey!». 

Tras su muerte, los milicianos dejaron su cadáver donde estaba y aún siguieron disparándole durante varios días, no sé si por aburrimiento o por miedo a que el mártir volviera de entre los muertos.

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THÍCH QUANG DÚC (autoinmolado a lo bonzo)

La peculiaridad de este monje vietnamita es que él fue su propio torturador y verdugo, cosa que resulta harto coherente con la filosofía budista. Los motivos de Thích, no obstante, eran los típicos de cualquier mártir: defender su religión. En concreto, quería protestar por las persecuciones que sufrían los budistas por parte del gobierno de Ngô Dình Diêm en vísperas de la Guerra de Vietnam. Así que, ni corto ni perezoso, el 11 de junio de 1963, el monje se sentó en la postura del loto en una de las calles más transitadas de Saigón y se prendió fuego a sí mismo, ardiendo hasta morir. 

Mientras las llamas consumían su cuerpo, Thích permaneció totalmente concentrado y no movió ni un solo músculo. 

Para bien o para mal, pasaba por allí el fotógrafo neoyorquino Malcolm Browne, que sacó varias fotos del martirio de Thích, fotos que se hicieron famosas en los cinco continentes y gracias a las cuales su autor ganó un premio Pulitzer. 

Tras su funeral, los restos de Thích fueron reducidos a cenizas… pero su corazón no se quemó, por eso es conservado como una reliquia. Desde entonces, Thích es venerado como bodhisattva por los budistas de Vietnam y parte del extranjero. 

Thích Quang Dúc durante su inmolación | Malcom Browne (1963)

UGUR YÜKSEL (martirizado con cuchillos)

Uno de los tres cristianos ejecutados el 18 de abril de 2007 en Malatya (Turquía) por trabajar en una editorial de corte evangélico. 

Sus verdugos fueron unos activistas radicales islámicos que torturaron e interrogaron a los editores durante horas, antes de matar a dos de ellos: el alemán Tilman Geske y el turco Necati Aydin. Ugur, por su parte, aguantó el suplicio como un jabato, negándose en todo momento a renegar de su fe, y salió vivo del trance, siendo trasladado al hospital en un estado lamentable. 

En una larga operación, el cirujano Murat Ugras trató de salvar a Ugur de forma desesperada, pero fue misión imposible: «Su pene, sus testículos, su ano y su espalda estaban agujereados por decenas de cuchilladas y sus dedos habían sido cortados hasta los huesos. Es evidente que las heridas fueron hechas para torturarle», afirmó el doctor. Y, acto seguido, procedió a firmar el certificado de defunción de uno de los escasos mártires cristianos que ha dado este incoloro, indoloro e insípido siglo XXI. 

Luis Landeira Caro (@LuisLandeira)

Ser vivo. Rara avis. Cruzado de las letras. Descendiente de guerreros y de creyentes. Pagano que reza a Cristo y practica zazen. Ordenado bodhisattva en el linaje del maestro Taisen Deshimaru. Murió en el centro de Madrid y renació en el último rincón de Galicia. Gatsu-sho

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