Los débiles cimientos de Roma

Si saldremos reforzados o debilitados de esta crisis vírica y económica no lo sabemos. Pero desde Roma, a través de uno de los milenarios caminos que nos llevan a ella, se nos ofreció una solución para no desfallecer. O, al menos, es lo que tratamos de mostrar aquí.

El Santo Padre Francisco dejó para el recuerdo imágenes imperecederas en su bendición Urbi et Orbi. La plaza de San Pedro, avezada a las concentraciones multitudinarias, persistía vacía e implacable ante el mal tiempo. Ni el virus, ni la lluvia, ni la vejez, fueron impedimento para consagrar el mundo entero: más que una serie de estorbos fueron una serie de oportunidades, pues sin ellos quién sabe si se hubiera producido ya no la bendición, sino esa vigorosa alegoría para el recuerdo. En este inusual acontecimiento diríamos que el Papa Francisco caminaba algo afligido sobre el epicentro de la obra de Bernini, y es razonable esa actitud ante la crisis que vive el mundo y la Iglesia; tal vez porque si la Iglesia tiembla, también lo haga el mundo. Sin embargo, en esa aparente fragilidad, en ese caminar atribulado, se erguían unos brazos cansados que sostuvieron con fuerza la fuerza que sostiene al mundo. Desde Roma se imploró el perdón del mundo y suplicó por su salvación; una voz férrea exhortó: «No tengáis miedo». Pero la aflicción es también razonable porque nos permite ver la realidad del hombre, la humanidad de un anciano sensible que tiembla y llora y sufre en sí las consternaciones de sus hijos.

Recordemos que Cristo fundó su Iglesia en la debilidad de Pedro, un hombre cobarde y obtuso, precisamente, para no ser derrotada. Cierto escritor británico no solo lo dijo antes, sino que lo formuló mucho mejor en Herejes (1905): «Todos los imperios y los reinos han fracasado debido a esa debilidad inherente y continua: que fueron fundados por hombres fuertes y se basaban en hombres fuertes. Pero solo esa cosa, la histórica Iglesia cristiana, fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible. Porque ninguna cadena es más fuerte que el más débil de sus eslabones». Paradójicamente, reconocer nuestras flaquezas nos fortalece como a San Pedro. La cobardía se convirtió en valentía y el suicidio en martirio a través de la redención. Getsemaní albergó esa profética y extraña ironía: que la Iglesia no iba a cimentarse en la contundencia de un beso voluptuoso sino sobre la vulnerabilidad de un hombre arrepentido.

La bendición Urbi et Orbi nos ofreció una escena profundamente bíblica: tuvo mucho de histórico, tanto de poético y, por qué negarlo, demasiado de profético. Este fenómeno quedará para la posteridad: el cielo lóbrego pero azulado es contrastado por un pequeño y circular foco albar. El cielo como universo y la Sagrada Forma como Creador, enaltecido y llamado por un hombre, entre oropeles, imperfecto, frágil y apesadumbrado, ante una plaza desierta, pero llena de Su presencia. Una plaza que no cesa de implorar su nombre y cuyas columnas y estatuas centenarias hablan y no cesan de alabar, de gritar a los cuatro vientos y a la lluvia aguerrida, su Santo Nombre. Apenas se atisban diferencias entre la bendición del Santo Padre y la postración humilde y humillada de la criatura débil, en soledad, en la intimidad de su habitación. El tierno y consolador abrazo de Dios en uno es en todos, y ese abrazo en la intimidad se extiende ineluctablemente a la humanidad, a través de la columnata de Bernini, de Roma al mundo, Urbi et Orbi.


TONI GALLEMÍ

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